La música que ilustra una obra artística, ya sea una película, una serie de televisión o una pieza teatral, es sometida a dos grandes categorizaciones: en primer lugar, la forma en que esta se integra dentro del discurso distingue la diegética, aquella que está presente en la acción, bien porque cantan los protagonistas, porque surge desde un gramófono dentro de plano o por cualquier otra causa, de la extradiegética o incidental, la insertada en la posproducción, que escucha el espectador pero no los personajes. La segunda criba, que ocupará estas líneas, separa la banda sonora entendida como colección de canciones preexistentes, de los scores compuestos ad hoc.
Tanto en el mundo cinematográfico como en el televisivo, ambas cartas, la canción y el score, se juegan de manera alternativa, con el criterio del director y el montador como encargados de decidir el método que logra una mayor intensidad dramática en cada momento, salvo notables excepciones, como la de Quentin Tarantino, que a lo largo de su carrera ha obviado en todo momento (salvo, de manera tangencial, en los Kill Bill, donde RZA y Robert Rodriguez contribuyeron de manera testimonial con algunos temas creados expresamente, que son prácticamente la anécdota entre la recopilación de viejos temas de westerns de serie B, la música de Ironside o el silbidito de Twisted Nerve) la labor de compositores cinematográficos.
Sin embargo, donde sí se ha experimentado una transformación a lo largo de la última década es en el mundo aparte de las cabeceras de series: el territorio que antaño funcionaba como la firma del producto, lo que lo hacía indistinguible y transmitía un boceto de su personalidad, conserva en la actualidad el carácter de rúbrica, pero renunciando a ese concepto de huella digital, optando simplemente por elegir una canción chula.