Cuántos disgustos nos dan las etiquetas: yo soy de rock, yo soy de pop, yo soy de Bic naranja, yo soy de Bic cristal. Uno se pone la camiseta negra y otro la de rayas y ya se convierten en enemigos irreconciliables. Posturas enfrentadas, modos incompatibles de entender la música y la vida. ¿Son realmente tan distintos Los Planetas y los Judas Priest? Oye, pues sí.
Para evitar problemas, surge el territorio del compromiso, el no me voy a mojar, nos damos la mano, quedamos como amigos y aquí no ha pasado nada. Un territorio tan ladino como el del pop-rock abarca, en realidad, al ciento por ciento de la música popular, y es este género, este nivel de zoom tan lamentable, el único que podría englobar todo lo que el TurboRock, celebrado simultáneamente en Santander y Benidorm (algo así como el Summercase, pero más de andar por casa) tenía que ofrecer a los que por una de estas ciudades se pasasen.
Lo primero de la tarde, tras unos Layabouts que tuvieron la desgracia de coincidir con la etapa de la Vuelta de La Farrapona (si Boyero se fuma a la ganadora de Venecia para ver fútbol, a ver si no voy a poder yo pasar de los que vienen más pequeñinos en el cartel por una etapa de las gordas), y que repetiría más adelante, fue Jesse Malin, ahora con The St. Marks Social, que desde unos presupuestos humildes: él con su acústica, más su compañero, bien con guitarra, bien con teclado, logró, con temas extraídos de su último álbum (Burning the Bowery), de obras anteriores (Wendy, Little Star) e incluso con versiones como la que cerró el recital (Bastards of Young, de los Replacements) no ya entretener a horas poco agradecidas, sino erigirse líder de la secta de los malinianos. Entre acertado speech y acertado speech, bajó a la pista para congregar a su alrededor un corrillo con el público arrodillado, postrado ante su carisma y savoir faire, premonición de lo que quedaba por llegar cuando su banda se le uniese.
Reverendo Jesse Malin: en Dios confío.
Algo más frío, el segundo plato prometía para los incautos que se dejen llevar por las comparaciones en las que tan pródiga es la red: para The Del-Lords, neoyorquinos que comparten guitarra (e incluso guitarrista) con The Dictators, alguien tuvo a bien escribir en la Wikipedia que hubo quien los llegó a considerar los Beach Boys de la Costa Este. Ante esta perspectiva, cualquiera cuya sensibilidad haya caído en algún momento de su vida presa de las telarañas de los autores del mejor álbum de la historia y también el mejor inédito (aunque parece que en noviembre se soluciona el problema), será tan ingenuo como para esperar que Brian Wilson aparezca en escena con nariz y barba postizas.
Nada más lejos de la realidad: un rock agradable, bien hecho, comedido y disfrutable desde cualquier punto del espectro musical que, sin embargo, y precisamente por esa falta de definición, se queda en terreno de nadie, como cortinilla de primera calidad entre bandas, pero poco más.
Dentro de un festival que apostaba más por la calidad que por los grandes nombres, quizá el mayor de la noche lo constituyesen Buzzcocks, que, a pesar del choque absoluto que supone para uno descubrir que los macarritas de hace treinta años ahora se han convertido en señorones, más allá de la apariencia externa siguen siendo los de siempre (el topicazo de la crónica, aquí lo tenéis los que lo estuvieseis esperando).
Conocidos, pero no tan conocidos como para ir de divos y darnos la noche con una selección de caras B o de cortes de un último disco que nadie ha escuchado, no se lo pensaron dos veces y tiraron por la calle del medio, regalándole al público, uno a uno, todos sus temazos, un recopilatorio de carne y hueso. Que si I don’t mind o Autonomy, también Noise annoys, por aquí Promises, por allí Love you more. Resumen: que cayó la colección de singles, del primer melocotonazo al último: What do I get, Harmony in my Head. Todito, todo.
No diré que no podía faltar, porque es evidente que sí podía (la dura experiencia del asistente a conciertos le deja claro a uno que no son ni uno ni dos los grupos que disfrutan dejando a la audiencia sin el tema que han ido a ver), pero a pocos sorprendió la llegada de Ever fallen in Love, celebrada con pogos más emocionados que violentos, como de compromiso, de dejarles claro que no nos olvidamos de que esto es punk.
Señores mayores que molan mucho: Buzzcocks.
Acompañados de otra gente que tocaba muy bien pero que a nadie le importaba demasiado, Eddie Roeser y Nash Kato, Urge Overkill para los amigos, le presentaron a Santander su Rock & Roll Submarine, publicado hace pocos meses y que, por el entusiasmo por el que ejecutaron varias de sus pistas (la que le da nombre, además de Mason/Dixon, Effigy y Poison Flower), parece que se lo toman no solo como un Macguffin para volver a girar o un jalón que deje constancia, a las claras, de que se acabaron sus episódicas idas y venidas desde la separación en 1995 y que la banda está tan viva como la que más, sino como un trabajo al que sitúan en el mismo escalón que los dos LP que los llevaron a una fama más efímera y moderada de lo que ellos planeaban, y en los que centraron el resto del espectáculo.
El gordo y el flaco: Urge Overkill.
La pregunta del millón: ¿quién de los dos llevaba la batuta? En escena, probablemente Roeser (lo que explicaba Joaquín Reyes sobre el síndrome Pertegaz, consistente en pasar, de la noche a la mañana, de ser un hombre a una mujer vieja, resume perfectamente, además de la de Paul McCartney, su apariencia actual), sudoroso y gesticulante, frente al estático figurín de Kato. Artísticamente, sin embargo, y aunque siempre es difícil colocar unos temas por delante de otros en discos con quince años de maceración a sus espaldas, en directo funcionan incluso mejor los temas de Nash, como Positive Bleeding o Bottle of Fur, sin desmerecer a la impresionante e interminable (para bien) ejecución de The Break con la que Eddie tuvo su merecido no minuto, sino bastante más, de gloria. Y no sigo desgranando el setlist, que para eso tenéis ya una foto.
Están todas las que son, son todas las que están.
Tras ellos, el rock negro de Lisa Kekaula al frente de The Bellrays, fuerza en el escenario, poder vocal y guitarreo fino que le añadió una nueva faceta al muy ecléctico caleidoscopio de estilos que los organizadores han pergeñado en este festival para casi todos los gustos.
La noche la cerró (al menos para mí: aún restaban por tomar el escenario unos Slim Cessna’s Auto Club que en el tintero se quedan, aunque os encarezco que no dejéis de ver la foto con la que los presentaba el festival) el grupo más esperado por la mayoría: D Generation.
Si cuando comenzó la jornada, en horario de fútbol (aunque ahora todos los horarios sean de fútbol), Malin ya se las arregló para enloquecer a los cuatro amigos que estábamos por allí, ¿cómo acabará la cosa en horas de Supergarcía, con el recinto a rebosar (aunque tampoco fuese aquello enorme) y el ambiente más que caldeado?
Malin guiando a D Generation sobre las aguas.
Conforme el líder de la banda iba quitándose más prendas y encaramándose a sitios más raros, más se acercaba el evento a la locura absoluta. Y se alcanzó, por supuesto que se alcanzó. Gracias a Youtube y al tal scylvendio371, que, ha colgado esta pieza de coleccionista, os dejo mientras Topi Cobobo os recuerda que una imagen vale más que mil palabras y yo añado que veinticinco por segundo ya lo petan cosa fina:
Fotos: Lucía Tamayo
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