Rajoy tiene algo más de un mes para cargarse la educación, las pensiones, los derechos de los trabajadores y todo lo que se le ponga entre ceja y ceja: está en su derecho, ya que, por cortesía, la tradición dicta que los gobiernos disfrutan de cien días de gracia al cabo de los cuales se comenzará a hacer balance de los resultados de sus gestiones.
Desgraciadamente, el mundo de la cultura es (a día de hoy: el futuro parece apuntar hacia un panorama político mucho más frágil y cambiante) notablemente más efímero y, como caso extremo, la suerte de una película se dilucida en el boca a oreja del fin de semana de su estreno. Algo menos exigente es el mundo de la música, habida cuenta de que álbumes no los va a vender nadie, por lo que un artista puede permitirse extender la promoción desde que lanza el trabajo al mercado hasta que empieza su gira.
Representación e irrealidad: Lana del Rey. Y un gatete.
A Lana del Rey, por buena, le hemos concedido todo un mes desde que presentó su Born to die hasta hoy. El plazo ha sido suficiente para que un nombre que no paraba de oírse haya acabado por dejar de pronunciarse casi por completo: el conocido síndrome musical de «el que no se mueve, no sale en la foto». Un fenónemo que ahora no aparece ni en los breves: cuando se detiene el ruido, llega el momento para la reflexión.
Hablar de Lana del Rey es hablar de Lana del Rey; me explico: las portadas no las ha llenado el Born to die (ni siquiera Video Games) y, sobre todo, no Lizzy Grant (¿acaso alguien conoce el nombre de la persona que iba dentro del disfraz de Espinete? Bueno, vale, sí, que era Chelo Vivares, de la que sabéis hasta que luego se casó con Chema, el panadero, pero la analogía la habéis entendido perfectamente, no me vengáis ahora con rollos), sino el personaje estirado, perfecto, el de la cara impertérrita y los morritos que describen miserias de caracteres muy lejanos de la diva que los narra.
Una vez entendido este punto, el del personaje, quedan automáticamente rebatidas todas las críticas que la cantante recibió tras su aparición en el Saturday Night Live: si se comportó como una muñeca de cera no es ni más ni menos que porque, al igual que alegaba Jessica Rabbit en su celebérrima (y, lo sé, más vista que el tebeo) frase, la han dibujado así. El único balance positivo que dejan unas críticas tan injustificadas ha sido la imitación por parte de Kristen Wiig (protagonista, recordemos, de una de las mejores películas de 2011, La boda de mi mejor amiga, inocentemente disfrazada de entretenimiento de usar y tirar).
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¿Qué diferencia, entonces, a quien critica la artificialidad del producto (el producto, sí), el diseño milimétrico de las canciones y que el disco no deje nada al azar, nada a lo natural, del niño que le grita a las héroes de un espectáculo de títeres para avisarlos de que el villano se acerca por su espalda blandiendo la cachiporra de rigor? La aceptación del engaño es idéntica en ambos casos, aunque el niño, al menos, la abraza con todas sus consecuencias.
Tampoco debemos ser, sin embargo, tan ingenuos, desde el otro extremo, como para concluir que Emile Haynie, productor del disco, es el responsable total de la obra: al contrario, ha sido otro mandado encargado de conseguir (y a fe que lo logra) un cierto empaque. Detrás de Born to die no se encuentra un Leonard Cohen ni tampoco Phil Spector, sino una maraña empresarial de productoras que han escudriñado todas las variables estadísticas del sonido para crear una obra carente de personalidad verosímil, pero no de personalidad. El primer álbum androide.
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El hype es asín.
Me dan ganas de aplaudir (de verdad).