Aunque las oportunidades no me han faltado, tanto para presenciarlo en directo (han actuado hasta en fiestas de Gijón, hace ya más de un lustro, con un público compuesto en su mayoría por gente que pasaba por allí), como para ejecutar el clic que me separa de la respuesta en streaming, jamás he visto un concierto de Ladytron. Y aunque no tengo constancia de la manera en que afrontan las tablas, siempre que escucho alguno de sus temas los visualizo como una suerte de robots encima del escenario, a la mitad del tortuoso camino que separa a Kraftwerk de Nacho Canut. Como cuando uno se enamora platónicamente, seducido de manera implacable por la voz de un locutor de radio, ese concepto es una de esas batallas que la realidad deja ganar a la imaginación, para evitar el desengaño, para no despertar al sonámbulo.
Se ve que están de moda las portadas que juegan con la geometría.
Cuando Claire Fisher, la repelente hija de la fúnebre familia alrededor de la que gira A dos metros bajo tierra y también su personaje más memorable, alcanzaba una efímera fama dentro del microcosmos de la bohemia californiana merced a sus supuestamente rompedores collages sobre rostros humanos, se introducía acto seguido una de las paradojas del arte, especialmente en lo que se refiere al contemporáneo: los mismos críticos del tres al cuarto que la habían aupado a los altares por la originalidad de su obra la sepultan a la fosa del olvido por seguir haciendo exactamente lo mismo. Cambiar para que nada cambie, en palabras de Lampedusa y reciclarse o morir, como rezan muchos manuales de autoayuda new age.
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