Con un recorrido similar al que Jessica Chastain transita en el mundo del cine, el nombre de Lana del Rey (habéis pillado el título, ¿no? Lana, trasquilar: ¡como las ovejas! Si es que soy más cachondo que la hostia) ha pasado de la noche a la mañana de no sonarle a nadie, ni en su propia casa (entre otras cosas, porque la chica no se llama Lana ni nada, sino Lizzy Grant), a ocupar las portadas de todas las revistas.
Lo de ser la persona de moda tiene sus ventajas, claro, pero también el inconveniente de que, cuando todo el mundo habla de ti antes de que publiques nada, ese momento resulta especialmente decisivo, pues supondrá, bien la catapulta hacia una fama ya fundamentada, bien la trampilla con vistas a un olvido que funciona con tan envidiable eficacia como el ascenso a la popularidad. Y no cabe duda de que Lana es la persona de moda.
En su caso entra en juego, además, la particularidad de que, aunque cuenta con cero discos en el mercado, sí que llegó a grabar uno bajo las instrucciones de David Kahne, pero cuyos resultados se han escondido bajo la alfombra, se han sepultado en las arenas del desierto, al modo de los millones de cartuchos de ET que Atari no quería ver ni en pintura. Sin acceso, por tanto, a ese material (¿o esperáis que lo piratee desde alguna de las múltiples webs que lo alojan? Quita, quita), nos vemos obligados a concederle una segunda oportunidad. Let, se repite el servicio.

El comienzo de la tiránica monarquía de Lana.

