El único SMS prémium que he enviado jamás no decía «expulsar aida», sino «voto la casa azul». Cuando el conjunto sin conjunto de Guille Milkyway participó en el circo eurovisivo, hace ya casi cuatro años, estaba teniendo lugar algo mucho más importante que la payasada del Buenafuente que finalmente representó a España, que la horterada de una tal Coral que logró la segunda plaza o incluso que La revolución sexual, el primer single del disco homónimo de La casa azul que alcanzó un, a la vez alentador y decepcionante, puesto de pódium: nos jugábamos decidir un punto de inflexión en el discurrir de la música comercial. Esa participación del barcelonés en un festival cada vez más denostado no era una simple estrategia publicitaria, sino un ruego para que Phil Spector abandonase la prisión para pegarle una paliza a Pitbull y destronarlo: era un manifiesto humilde, que no pedía que en las discotecas sonase Deerhunter, sino simplemente trabajos hechos para gustar, para bailar, pero por manos de productores responsables, concienzudos y no por inconscientes: un retorno a los años sesenta, cortando lo que los terribles ochenta iniciaron. Pero perdimos, todos sabéis ya que perdimos; y la derrota se llamaba Baila el chiki-chiki, para más inri.
Un trabajo deslumbrante
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