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Acerca de Pero vistes bien

Hola, qué tal. Yo bien, aquí, tirando. Pero hablemos de música. Me molan los grupos chulos; los otros ya algo menos. Diría que eso lo resume todo con respecto a mí: ahora habladme de vosotros.

Love at the Bottom of the Sea

The Magnetic Fields – Love at the Bottom of the Sea (Merge, 2012)

A la manera del Jørgen Leth atormentado por Lars von Trier en Las cinco condiciones, The Magnetic Fields decidió (sería erróneo atribuirle los giros del timón únicamente a Stephin Merritt, aunque la asociación sea en muchos casi automática: el resto de componentes del grupo, especialmente Claudia Gonson, están muy lejos de lo anecdótico) autoimponerse una serie de limitaciones que han venido marcando su carrera desde el ya lejanísimo, infinito Get Lost de 1995: desde el disco más querido por los muchos seguidores de los americanos, que consta de 69 temas con la característica común de la temática amorosa, hasta la trilogía que llegó a continuación, donde se desechaban los sintetizadores y se llevaban a cabo gansadas como encabezar todas las canciones con la letra i y ordenarlas alfabéticamente, homenajear a The Jesus & Mary Chain o acercarse al folk.

La novedad de 2012, recibida con alegría por la mayoría, consiste en que la banda regresa a los sintetizadores al tiempo que abandona la idea de localizar el álbum en un espectro alejado del suyo propio, algo que había sido percibido como un lastre complicado de justificar para Distortion y Realism, a cambio del único capricho de ajustar todos los temas de Love at the Bottom of the Sea de modo que su duración rebase los dos minutos al tiempo que no supera los tres, algo razonable y que en ningún modo puede entenderse como maniatar su creatividad (no en vano, la mayor parte de las 69 pepitas de oro de su mejor álbum comparten dicho rango de longitud).

Love at the Bottom of the Sea

Tan altas expectativas desembocarán, desgraciadamente, en decepción para los que considerasen que eran aquellas artificiales restricciones lo que alejaba cada vez más al grupo de su obra maestra: los dos álbumes (a pesar de que, sobre el papel, forman parte de una inconsistente trilogía junto con el que se sitúa entre ellos y el que los eclipsa, i, incluir a este dentro de una relativa crisis creativa sería un engaño, dada su condición de espléndida coda para aquel) que preceden a este distan mucho de constituir obras conceptuales, sino que funcionan simplemente como llamativos contenedores para lo mismo que la banda lleva realizando a lo largo de más de dos décadas: seductoras canciones que engañan al oyente incauto con los cantos de sirena de una atractiva melodía para acabar enganchándolo en las redes de uno de los mejores letristas vivos. Unas redes llenas de ironía, repletas de ingenio, de melancolía, de talento. Aunque las reacciones no se produzcan siempre con la misma intensidad, y desde luego no provoquen las violentas combustiones de 69 Love Songs, la fórmula permanece inalterable, por encima de envoltorios.

Despojados, en fin, de unos disfraces que se reducían a poco más que un discretísimo antifaz, quedan los temas, que oscilan entre lo brillante y lo que se podría calificar como simplemente continuista. El problema radica en que, de una escucha a la siguiente, las etiquetas van bailando, y lo que en la pasada N-1 resultaba cargante y prescindible de la letra de Infatuation (with your Gyration) se perdona y se asume en la N, al tiempo que la ilusión de que Long-Forgotten Fairytale (una de las canciones favoritas de, recordemos, Russian Red: en algo tenía que acertar) ha vuelto a la vida transformado en Born for Love se desvanece y la canción retorna al lugar que en ley le corresponde: el del notable y no el del sobresaliente. Por encima de todas estas variaciones se sitúan cortes como Andrew in Drag, acertadísima elección de single que, como ocurre con muchas de las mejores creaciones de Pedro Almodóvar, más de uno despachará como mero guiño a una comunidad LGBT que no constituye sino una fracción marginal de los seguidores de Merritt, cuando la amargura y la brillantez desbordan tanto  aquí como ocurría en, pongamos, Hable con ella. O como The Machine in your Hand, cuyas metáforas sobre tecnología y amor alcanzan todo lo que Atrapados en la red solo pudo soñar.

Exigirle una progresión ascendente a quien ha firmado 69 Love Songs es un imposible, pero el público de The Magnetic Fields es, por definición, soñador.

Tracklist

01 – God wants us to wait
02 – Andrew in Drag
03 – Your Girlfriend’s Face
04 – Born for Love
05 – I’d go anywhere with Hugh
06 – Infatuation (with your Gyration)
07 – The only Boy in Town
08 – The Machine in your Hand
09 – Goin’ back to the Country
10 – I’ve run away to join the Fairies
11 – The Horrible Party
12 – My Husband’s Pied-à-terre
13 – I don’t like your Tone
14 – Quick!
15 – All she cares about is Mariachi

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Lana del Rey y gatete

¿Es Lana todo lo que reluce?

Rajoy tiene algo más de un mes para cargarse la educación, las pensiones, los derechos de los trabajadores y todo lo que se le ponga entre ceja y ceja: está en su derecho, ya que, por cortesía, la tradición dicta que los gobiernos disfrutan de cien días de gracia al cabo de los cuales se comenzará a hacer balance de los resultados de sus gestiones.

Desgraciadamente, el mundo de la cultura es (a día de hoy: el futuro parece apuntar hacia un panorama político mucho más frágil y cambiante) notablemente más efímero y, como caso extremo, la suerte de una película se dilucida en el boca a oreja del fin de semana de su estreno. Algo menos exigente es el mundo de la música, habida cuenta de que álbumes no los va a vender nadie, por lo que un artista puede permitirse extender la promoción desde que lanza el trabajo al mercado hasta que empieza su gira.

Lana del Rey y gatete

Representación e irrealidad: Lana del Rey. Y un gatete.

A Lana del Rey, por buena, le hemos concedido todo un mes desde que presentó su Born to die hasta hoy. El plazo ha sido suficiente para que un nombre que no paraba de oírse haya acabado por dejar de pronunciarse casi por completo: el conocido síndrome musical  de «el que no se mueve, no sale en la foto». Un fenónemo que ahora no aparece ni en los breves: cuando se detiene el ruido, llega el momento para la reflexión.

Hablar de Lana del Rey es hablar de Lana del Rey; me explico: las portadas no las ha llenado el Born to die (ni siquiera Video Games) y, sobre todo, no Lizzy Grant (¿acaso alguien conoce el nombre de la persona que iba dentro del disfraz de Espinete? Bueno, vale, sí, que era Chelo Vivares, de la que sabéis hasta que luego se casó con Chema, el panadero, pero la analogía la habéis entendido perfectamente, no me vengáis ahora con rollos), sino el personaje estirado, perfecto, el de la cara impertérrita y los morritos que describen miserias de caracteres muy lejanos de la diva que los narra.

Una vez entendido este punto, el del personaje, quedan automáticamente rebatidas todas las críticas que la cantante recibió tras su aparición en el Saturday Night Live: si se comportó como una muñeca de cera no es ni más ni menos que porque, al igual que alegaba Jessica Rabbit en su celebérrima (y, lo sé, más vista que el tebeo) frase, la han dibujado así. El único balance positivo que dejan unas críticas tan injustificadas ha sido la imitación por parte de Kristen Wiig (protagonista, recordemos, de una de las mejores películas de 2011, La boda de mi mejor amiga, inocentemente disfrazada de entretenimiento de usar y tirar).

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¿Qué diferencia, entonces, a quien critica la artificialidad del producto (el producto, sí), el diseño milimétrico de las canciones y que el disco no deje nada al azar, nada a lo natural, del niño que le grita a las héroes de un espectáculo de títeres para avisarlos de que el villano se acerca por su espalda blandiendo la cachiporra de rigor? La aceptación del engaño es idéntica en ambos casos, aunque el niño, al menos, la abraza con todas sus consecuencias.

Tampoco debemos ser, sin embargo, tan ingenuos, desde el otro extremo, como para concluir que Emile Haynie, productor del disco, es el responsable total de la obra: al contrario, ha sido otro mandado encargado de conseguir (y a fe que lo logra) un cierto empaque. Detrás de Born to die no se encuentra un Leonard Cohen ni tampoco Phil Spector, sino una maraña empresarial de productoras que han escudriñado todas las variables estadísticas del sonido para crear una obra carente de personalidad verosímil, pero no de personalidad. El primer álbum androide.

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La Polinesia Meridional

La casa azul – La Polinesia Meridional (Elefant, 2011)

El único SMS prémium que he enviado jamás no decía «expulsar aida», sino «voto la casa azul». Cuando el conjunto sin conjunto de Guille Milkyway participó en el circo eurovisivo, hace ya casi cuatro años, estaba teniendo lugar algo mucho más importante que la payasada del Buenafuente que finalmente representó a España, que la horterada de una tal Coral que logró la segunda plaza o incluso que La revolución sexual, el primer single del disco homónimo de La casa azul que alcanzó un, a la vez alentador y decepcionante, puesto de pódium: nos jugábamos decidir un punto de inflexión en el discurrir de la música comercial. Esa participación del barcelonés en un festival cada vez más denostado no era una simple estrategia publicitaria, sino un ruego para que Phil Spector abandonase la prisión para pegarle una paliza a Pitbull y destronarlo: era un manifiesto humilde, que no pedía que en las discotecas sonase Deerhunter, sino simplemente trabajos hechos para gustar, para bailar, pero por manos de productores responsables, concienzudos y no por inconscientes: un retorno a los años sesenta, cortando lo que los terribles ochenta iniciaron. Pero perdimos, todos sabéis ya que perdimos; y la derrota se llamaba Baila el chiki-chiki, para más inri.

La Polinesia Meridional

Un trabajo deslumbrante

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Zonoscope

Pero vistes bien os da un poco más la brasa pero luego saca sus listas de lo mejor del año

Parecía que no se iba nunca, pero por fin 2011, el año de la crisis, nos ha dejado y ha permitido que tome su lugar 2012, el año de la crisis. Lo malo es que ahora nos toca hacer los resúmenes y balances que siempre dan rabia en una medida similar a la que molan, pero cuya parte buena es que se pueden construir apropiándose de retales de lo que se ha ido escribiendo a lo largo del año anterior sin que nadie se enfade, copieteando de las críticas pasadas, como los flashbacks imposibles de los episodios recopilatorios de series, esos que a nadie le han gustado jamás, pero con los que tampoco cambiáis de canal.

Bah, venga. Sin más prolegómenos.

Discos del año

Zonoscope

01 – Cut Cupy – Zonoscope

Por más que vayan al Sónar y me los disfracen de electrónica sin más, los australianos han rematado con su último trabajo lo que ya se construía de forma más tímida en el anterior, In Ghost Colours: la redefinición de un pop que, ante el pinchazo de las ventas físicas y la tiranía de la radiofórmula, empieza a reconocer que su futuro y su presente no pasan por Pitbull haciendo el mamarracho con la JLo, sino por Caribou remezclando a Radiohead.

02 – PJ Harvey – Let England shake

Lo de reinventarse es algo que utilizamos mucho más para las chicas que para los chicos, y para Madonna más que para nadie sobre la superficie terrestre. No sé si eso es lo que hace Polly Jean, provista de autoarpa, pero la chica, la señora, logra construir algo a la vez distinto y coherente con su obra previa, al tiempo que elabora el mejor acompañamiento para comprender una historia contemporánea que, de bonita, al contrario que el disco, tiene más buen poco.

03 – Low – C’mon

Os preguntaban que si erais más de Alan o de Mimi y vosotros decíais que de los dos, porque no os conformáis con nada. Pues no os quejaréis, porque aquí tenéis un tour de force de la parejita, empeñada en que vale, que el The Great Destroyer no estaba mal, pero por qué no iban a tratar de superar uno de los mejores álbumes de la década precedente. Si lo logran o se quedan en el intento, poco importa: son magnitudes en las que a ver quién se pone a medir.

04 – Girls – Father, Son, Holy Ghost

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Vetusta Morla

The Fiesta @ LABcafé (Gijón, 19/11/2011)

Estamos a miércoles y por Gijón ya se han pasado Bertrand Bonello presentando una obra tan coherente dentro de su filmografía y a la vez tan distinta como L’Apollonide y Nicolas Klotz y Elisabeth Perceval con Low Life. Se ha proyectado la brillante reflexión sobre la naturaleza de la imagen de Raya Martin en Buenas noches, España; el novísimo cine argentino, alejado de todas las instancias, con Santiago Mitre y su El estudiante. Hemos reivindicado la libertad de expresión al lado, al tiempo que en la distancia, del cineasta y prisionero del gobierno iraní Jafar Panahi y esperamos disfrutar antes de que termine la semana con Mia HansenLøve y Bruno Dumont.

Como esto no va de cine, de todos modos, habrá que apuntar hacia el territorio musical, en el que, como ya os comentaba hace una semana, el Festival de Gijón también tiene mucho que decir, máxime ante un auditorio ávido de quien le haga caso, como el desatendido público asturiano. Desde hace ya muchos años, día de cine equivale a noche de música en el evento asturiano, y en este se ha mantenido, con buen criterio, la fórmula, que atrae a la región a, especialmente, nombres que están en boca de todos dentro del indie nacional.

Parte de la fórmula consiste también, ya lindando en la tradición, en servir el plato fuerte musical durante la velada del primer sábado de festival, bajo la etiqueta «The Fiesta». Para el menú se elige una combinación que satisfaga a todo el mundo, logrando el compromiso con una banda joven pero bien arropada por la crítica, como Pony Bravo; otra más veterana y cuyo respaldo reside en el público general, Vetusta Morla, y otra sin especial popularidad dentro de nuestras fronteras (y relativa fuera), pero que llega a modo de guinda: New Young Pony Club. Café y puro con DJ Amable.

Para empezar, Pony Bravo consiguió acercar el mundo de la psicodelia y un estilo que se puede calificar como muchas cosas (casi todas buenas), pero nunca como convencional, a un público que, en un porcentaje descorazonador, no los había ido a ver a ellos. Repasaron sus dos discos: Si bajo de espaldas no me da miedo y otras historias, publicado hace ya tres años, del que se recuperaron El guardia forestal o El rayo, y también su último largo, Un gramo de fe, que exploraron con mayor profundidad, sin olvidar la superficie de canciones que han sonado mucho (menos, aún así, de lo que deberían) como Noche de setas o La rave de Dios. También sonó un tema nuevo, Mi DNI, donde se ataca sin piedad a la cara más superficial y sórdida del indie: los chanchullos, las drogas, las etiquetas. Rapeada por su guitarrista y muy coreada por el respetable.

Pony Bravo

Amstel cerveza.

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